En los tiempos que corren, solicitar una tregua a la vida puede parecer desagradecido, quejica, autocompasivo. Lo peor. Pero lo cierto es que cuando la mala suerte se enrosca en torno a ti como una boa constrictor, no queda otra más que rebelarse y mandar muy lejos a todas esas enseñanzas del nuevo siglo que nos exigen ser filósofos, empáticos y elevados. Oiga, yo voy a luchar como la primera, voy a pelear, he peleado sin descanso y no pido nada que no me haya ganado, no me venga usted con filosofías de revista de sala de espera. Ya está bien.
Y es cierto que la vida es así, que hay mucha gente que está peor, que esta crisis no es nada comparada con las que vivieron nuestros abuelos, etc. Lo sabemos. No somos una panda de quejumbrosos y malacostumbrados que lo único que quieren es mantener su supuesto alto nivel de vida porque, o sea, es lo que tiene que ser. No, somos gente normal, que trabaja, sufre, sueña y se desvela por las noches por culpa de los problemas. Y sí, somos muchos los que estamos así, somos muchos los que pedimos treguas, los que necesitamos que, alguna vez, las cosas nos salgan bien. Y si ese 'muchos' debería servirnos de consuelo, ya afirmo desde aquí que no. No consuela. Más bien desespera.
Necesitamos que la vida nos saque bandera blanca. Una tregua. Una esperanza cierta.
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