Hacerse mayor es, básicamente, decir adiós. No sólo a tu propia vida y las cosas/personas/experiencias que la componen, sino también a eso otro que nos rodea, que hace que nuestro mundo sea como es. Nuestro mundo no como globo terráqueo suspendido en la inmensidad de la nada (o del todo, según como se mire), sino nuestro mundo más cercano, aquellas gentes con las que hemos crecido, aquellos 'estados de las cosas' que parecían inmutables cuando éramos pequeños. Soy de la generación que hasta los veinte y muchos sólo conoció un Papa, por ejemplo. Y, aunque ya han pasado años, aún me cuesta ver vestido de blanco a otro señor diferente a Juan Pablo II. A ese tipo de circunstancias me refiero cuando digo que hacerse mayor es ver cambiar 'tu' mundo, y sorprenderte por ello.
En esta semana se han ido Miliki y Tony Leblanc. Se han ido mayores, queridos, reconocidos, rodeados de su gente, tras una larga vida de trabajo. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más se puede decir? Nada, sólo que les vaya bonito allá donde estén. Pero, aún así, en el corazón se nota una cierta orfandad, un desasosiego que tiene que ver más con el miedo propio a envejecer, tal vez, que con la pena por un adiós que cumple, de modo perfecto y justo, con la ley natural. No se trata de la leyenda de Fofó, aquel mítico payaso que no llegaste a conocer. No es Gaby, que murió cuando tú eras demasiado joven como para apreciar estas cosas. Es Miliki, aquel con el que creciste, con el que merendaste cientos de tardes, al que le mandaste alguna que otra carta para participar en los concursos del programa que presentaba con su hija, Rita Irasema. Es una parte de tu infancia, un trozo de vida que se ha quedado huérfano, que ha pasado del verde del recuerdo vivo al color de los periódicos amarillentos. Que te ha hecho un poco más vieja, un poco más mayor, que ha empujado una cantidad considerable de arena en ese reloj que a todos nos marca el destino y el tiempo.
En cuanto a Tony Leblanc, creo que la que se ha hecho algo más mayor es España entera. Si algo nos quedaba de esa inocencia simpática, castiza, inteligente, hecha de hambre, penurias y sueños gastados de tanto soñarse, se lo ha llevado Tony. Perdemos las raíces que nos anclaban a otro tiempo, a otras formas de ser y de estar, de relacionarnos y de reconocernos, y nos adentramos en terrenos desconocidos, inestables. Cuando se va gente como Tony, la incertidumbre del futuro se acrecienta. La vida, la ley natural, suelta el lastre que nos ata a lo que fuimos. Volamos hacia nuevos horizontes. Nos hacemos otros.
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