Mientras escribo, suena la única canción de Mayalde que he podido encontrar en Spotify. Es curioso hasta qué punto pueden llegar a remover tripas que no sabías que tenías canciones que no sabías que existían. Pero que ya habías escuchado. Porque estoy segura de que alguna célula, algún gen, alguna conexión en nuestras neuronas, puede recordar lo que vivimos cuando éramos otros. Cuando nuestra carne no nos pertenecía, cuando nuestra alma aún no era nuestra, cuando no éramos aún más que una entelequia. Nietos de nuestros abuelos, hijos de una tierra que ha sufrido penurias hasta más allá de lo creíble, pobreza extrema con aires de gran país, somos una contradicción eterna, un mal sueño que nos abrasa, como diría aquella otra canción, con acercarse sólo a mirarlo.
Como abrasa mirar las fotos en blanco y negro, pequeñas, acartonadas, tesoros escondidos en aparadores desgastados de tanto limpiarlos, desconchados, entre tazas y vasos de varias procedencias, entremezcladas con las fotos de las comuniones, las bodas, las fiestas aquellas en las que tu primo el mayor pintó la puerta de casa porque era quinto, o esa otra de tu prima cuando salió de majorette, mírala qué guapa estaba. Allí, con alguna estampita de santo, o debajo del tapete de la mesa del comedor, entre papeles amarillentos que venían muy bien para escribir notas cualquiera, con aquella letra gótica que enseñaban en la escuela del pueblo allá por los años 20. Los locos años 20 que aquí fueron años de hambre, cómo no. Nacer en una monarquía, criarse en una dictadura, vivir una república, conocer el mar gracias a una guerra, y otra dictadura, y otra monarquía.
Y hoy te echo de menos, como siempre, como nunca. Porque gracias a ti y al recuerdo de lo que fuiste, de aquello que yo pude conocer y de aquello que se me escapa pero que me viene a la piel como yo vengo de ti, gracias a todo eso, hoy vuelvo a saber que nada es eterno. Que no tengo motivo de queja. Que de todo se sale. Y que tú sigues ahí. Aquí. Conmigo.
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