Era un agosto como éste que nos ocupa. Un poco loco, travieso. De la sierra llegaba olor a tierra mojada, a pino, a hierba, a piedra fría de las entrañas de la montaña. En el patio olía también a libertad, aunque no nos dábamos cuenta. En la tele ponían una película de misterio. "Corre, ven, que estas películas te gustan", dice la voz. Y yo voy, entro en el salón, donde huele a madera y a amor, miro, veo unos caballos corriendo por el desierto, hacia las pirámides. Me lo pienso un momento, y, finalmente, digo: "ahora vengo".
Era más divertido lo que sucedía en el patio. Habíamos cazado un saltamontes. Los caracoles se desperezaban entre las hojas de la hiedra, y el suelo estaba lleno de ricos almendrucos. La película aquella parecía interesante, pero se estaba mejor allí, con las estrellas como techo y un pobre saltamontes como juguete.
Tal vez sea una profecía. Porque parece que desde aquella noche hasta hoy el tiempo haya pasado como en un salto de saltamontes. Ahora estoy allí, ahora estoy aquí. Y mientras tanto... En el mientras tanto, finalmente vi, varias veces, aquella película, "Muerte en el Niño", sufrí con las andanzas de Jacqueline de Bellefort, su protagonista, disfruté con el tango de Angela Lansbury y David Niven. En el mientras tanto, aquella seguridad se perdió para nunca regresar. En el mientras tanto hubo tiempo para echar de menos el olor de aquella casa, el crujir de las escaleras, el sabor de los desayunos preparados con amor de abuela, la suavidad de las telas, el misterio del baúl, las toquillas, el espejo y los caracoles. La vida que se fue para no volver. En el mientras tanto, nos hicimos mayores y aprendimos a recordar sin dolor y con ternura los días lejanos de felicidad. En el mientras tanto, en el salto del saltamontes, encontramos la fuerza para transformar el recuerdo en refugio. En el mientras tanto.
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