lunes, 27 de agosto de 2012

Echar de comer

A mí  que me echen de comer, no me mola. Y me llaman especialita, supongo. O lo soy. Porque cuando te rodean 3.000 personas, sin exagerar, esperando recibir su ración de alimento gratuito, felices ellas, un poco impacientes cuando la manduca se retrasa, ansiosas cuando llega, y tú vas y dices: "no, yo paso, gracias, ceno en casa tan a gusto", pues la rara eres tú. Claro. La que te sales de la norma, de lo establecido, de lo lógico. ¿Que dan de comer? Pues allá vamos. Lógico. 

Y, a ver, dentro de un ambiente festivo, en el campo, con buena gente, con amigos, se organiza una paella gigante, y sí. Ahí no me importa, aunque el arroz no me vuelva loca. Éso es una fiesta, un buen rato, unas risas. 

Pero, en un ambiente urbano, esperar de pie, durante rato largo, a que te den una plato pequeño de carne, trae memorias de tiempos feos, oscuros, de cuando éso era necesario. De esperar el alimento por parte de la autoridad. Son recuerdos de experiencias no vividas en primera personas, pero que van grabadas en nuestro material genético. No me gusta. No lo necesito. No me parece divertido. Mucho más en estos tiempos en los que todo está por venir. En los que no sabemos hasta donde llegaremos, hasta donde se llegará. 

¿Es necesario? ¿Se gana algo? No. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué seguir fomentando un paternalismo estúpido por parte de las instituciones con respecto a los ciudadanos, que, aborregados, se dejan llevar y aplauden porque los echan de comer? Me parece incluso despectivo con respecto a esos lugares que, desgraciadamente, aún existen en el mundo en los que el reparto de alimento es necesario. 

No lo entiendo. Dignidad, señores, dignidad. 



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