Pues sí, ea. ¿Os acordáis cuando este verano dije que me apuntaba al gym de verdad de la buena, esta vez va en serio, que sí, que sí, por la gloria de mi madre y tal?
Tararí. De nuevo la idea de verme como pilingui por rastrojo, arrastrando tras de mí la bolsa con los aparejos de una vida gimnasta y deportista, ha sido demasiado para mi pobre estrés existencial. Que sólo de pensarlo me pongo mala, vamos. Y me da ansiedad. Y al final va a ser peor el remedio que la enfermedad.
Inciso: para aquellos que no lo sepan, mis horarios laborales parecen diseñados por Cruela de Vil por lo que tendría que ir al gym en las horas de la comida y salir de ahí directa al trabajo, sin remedio, comiendo de aquella manera y eso siendo optimista. Que mucha gente lo hace, ya, pero yo no soy mucha gente y me agobio. Qué pasa.
Conste en acta también que mi anterior etapa gimnasta me sentó de perlas, eso es cierto, pero tuvo también efectos malignos. Me rompió el sueño y desde entonces no lo he recuperado. Yo era la típica, añado, que dormía cual bebé ceporrón tuviera al día siguiente lo que tuviera. Era experta en desconectar la mente incluso ante exámenes decisivos o lo que se terciara. Pero llegó el gym y llegó la vida laboral y mi natural zen se fue a tomar por saco. Qué malo es hacerse mayor.