Os voy a contar un cuento. Antes de la crisis (porque hubo un antes), cuando éramos felices y nadie sabía lo que era la prima de riesgo, ni la deuda ni nada, hace mucho, ya os digo, echaban en la tele, en la Primera, Españoles por el Mundo. Cómo sería de antes que, por aquel entonces, ese programa hacía gracia y caía bien. Luego todo se complicó y maldita la estampa de este programita que nos recuerda todas las semanas que nuestros hijos, nietos, sobrinos, amigos, conocidos se han tenido que marchar de España porque no les quedaba otra. Así que Españoles por el Mundo, que tanto nos había gustado, acabó relegado a la madrugada y a ser carne de repetición tras repetición. A veces lo he vuelto a ver y es bonito recordar un mundo en el que la gente emigraba por amor y esas cosas. Solo por esas cosas.
El caso es que cuando Españoles por el Mundo aún era normal porque todos éramos -se supone- normales, hicieron uno desde Atenas. Me acuerdo perfectamente de aquel reportaje sobre los españolitos que vivían en Grecia por una cuestión: las jubilaciones tempranas. Muy tempranas. A los 40 y pocos. Tan tempranas que durante meses a una amiga y a mí nos duró la coña de 'vámonos para Grecia, qué narices hacemos aquí'. Éramos ingenuas, repito, y todo parecía posible. Y en Grecia, con sus ruinas, su Egeo, su dieta y su sol se jubilaban a los 40. Nos lo habían dicho en la tele con total impunidad. Qué narices, claro que sí, hacíamos en España. Eh. Qué.